Pienso en las siguientes escenas, en los personajes. Siento que ellos se han quedado ahí, suspendidos, paralizados, y que están mirando hacia arriba con el ceño fruncido, hacia mí, impacientándose porque yo no les atiendo. Así que, puedo estar charlando con alguien, viendo una película o cualquier otra cosa, pero, en segundo plano, el cerebro sigue inmerso en el placer de la creación.

Fue en el colegio, con unos siete años. Creo que la profesora tenía curiosidad por ver lo que yo escribía, ya que me pasaba los recreos leyendo pese a su insistencia en que jugara con las otras niñas, y que solo por eso nos mandó escribir un cuento. Al parecer, me hacía más ilusión ponerle una bonita portada que escribir algo original, y empleé tanto tiempo en ello que en el cuento en sí apenas pensé. La profesora me escribió una anotación claramente furiosa por haberla decepcionado.

Como mi madre me enseñó a leer, aprendí antes que otras personas y con cinco o seis años leía todos los libros a los que alcanzaba de la biblioteca de mis padres. Lecturas variopintas, poco apropiadas, que ellos intentaban impedirme leer, como Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, o mi favorita, Por siempre Ambar, y otras de clásicos o de quienes estaban de moda en el momento.
En los estantes de mi clase solo había libros peñazo, tipo cuentos muy infantiles o vidas de santos, pero también me leía los pocos que había.